La belleza nacía en su alma, traspasaba su piel y tímidamente se derramaba en mis ojos. ¡Vaya manera de recordarla!

A mi mente viajaron cálidos y melancólicos instantes; si hubo sombras, ya no estaban presentes. Su voz resonó a través de mi atmósfera; se oía calma, apacible, casi real.

—Te amo —me dijo, sosteniendo mi mano sobre su pecho—. Y siempre te amaré.
Capricho que tenemos los humanos de prometer lo que jamás sabremos si podremos cumplir.

Por más que me empeñara en intentar amargarlos, sus besos seguían sabiendo a miel y mi memoria aún no los borraba; o tal vez, no quería hacerlo.

Un escalofrío, seguido de una profunda congoja, capturó mi atención. ¿Fui yo quien la traje a mis pensamientos? ¿O simplemente el destino?

En un brote de sinrazón, tomé el teléfono, marqué su número y unas palabras cortaron mi aliento:

— ¿Hola? —se escuchó con tono suave—. ¿Quién habla?

Era su voz tal cual la recordaba, con la misma cadencia e introvertido protagonismo; pero en su acento guardaba el misterio de 5 años, 6 meses y 12 días de ausencias.

— ¡Hable por favor! —Comenzó a subir el tono, ante la falta de respuestas.

Mis pulsaciones brotaban a borbotones, mi respiración jadeaba de pánico, hasta el punto de sentir que en mis silencios, podían escucharse mucho más que palabras.

— ¡Sé que hay alguien ahí! ¡Hable por favor! —sonando ya a fastidio.

Tomé valor, mientras mi cuerpo entero temblaba. Inflé el pecho con el aire que pude. Y decidido a lanzarme en palabras, una voz masculina se me adelantó, derrumbando mi coraje.

— ¿Quién es, mi amor? —pude escuchar desde lo lejos.
— ¡Nadie, mi vida! —dijo ella—. ¡No es nadie!

Colgué el teléfono, desenfrenado de bronca. Y cubierto de pena, me largué a llorar.

¡Vaya manera de recordarla!
Por Ignacio Larre