Cerré los ojos, decidido a encontrarte,
mientras contaba estrellas
hasta que las luces se apaguen.
1, 2, 3, ….. 98, 99 ….. y todo se oscureció.

Allí estabas.
Te encendiste, tan hermosa como ayer,
como si jamás te hubieras ido
y siguieras aquí, conmigo.
Te veías igual, radiante, llena de vida.
Tu sonrisa brillaba deteniendo el tiempo,
haciéndolo eterno.
Los años no habían pasado.
Tu soledad, aún no me abrazaba.

Jugábamos a conquistar el mundo, otra vez,
en nuestro espejismo de inmortal juventud.
Y me acariciaste,
y sentí que mis recuerdos volvían a hacerse realidad.
Todo era nuevamente posible, todo era mío.
La ilusión, la seguridad de creerme invencible,
el valor de sentirme capaz de tenerte para siempre.
Tú lo lograbas. Únicamente tú.
Con la sencillez de un beso ya era suficiente,
para tenerlo todo y no necesitar nada más.

Y volviste,
y regresaron aquellas cosas que los años dejaron partir,
pero mi corazón nunca quiso olvidar.
Y lancé una carcajada que me contagiaste,
y respiré profundamente
para llenarme de cada instante de ti.
Me miraste con esa dulce expresión
que solo guardabas para mí,
con la carita sonrojada
y el amor reflejado hasta en el más simple de tus detalles.

Y me colmé de una felicidad que ya había resignado.
Mi piel se conmovió hasta estremecerme el alma
y mi imaginación me llevó hasta aquel rincón
clausarado con mil candados,
que volvían a abrirse gracias a ti.

Pero la noche abandonó su sueño,
y con él, sus millones de estrellas se apagaron.
Desperté con los primeros atisbos de la mañana,
alejando todo indicio de lo que ayer fue luna.
Y te fuiste nuevamente.
Traspasaste las fronteras de mis efímeros anhelos,
perdiéndote, una vez más.
Dejándome solo,
con esta insoportable sensación de maldita tristeza.

Resta esperar que en la próxima luna también te encuentre,
rodeada de mil estrellas,
para cerrar los ojos y contarlas, una a una,
hasta que mi tiempo se acabe.
Y abrazándote muy fuerte,
nunca más volver a soltarte.

Nada más que un sueño
Por Ignacio Larre