El sábado primero de octubre de 2016, tuve la satisfacción de ir al estadio de Vélez Sarfield para ver el partido de rugby entre los Pumas y los más grandes, los temidos All Blacks neozelandeses.

Pero mi dicha fue mayor aún al poder disfrutar del encuentro tomando fotografías, que es una de las cosas que más me gusta hacer.

Debo reconocerme un absoluto ignorante de este deporte, del cual apenas conozco las reglas y generalmente lo miro en época de mundiales o situaciones muy particulares.

Siempre me atrajo la idea, muchas veces escuchada, de que este es un deporte distinto, con gente distinta. En el que la camiseta no es solo un trapo que se viste, sino una piel hecha bandera. Un sentimiento mucho más profundo que un conjunto de grandotes agarrándose por todos lados, corriendo para apoyar la inquieta pelota detrás de la línea de in-goal oponente.

Resultaba para mí una oportunidad muy interesante poder asistir a un match de primera línea como éste para tratar de salir de mi ignorancia e intentar descubrir esa mística que transforma a estos deportistas en verdaderos guerreros nacionales.

El estadio se fue llenando lentamente, hasta colmarse con más de 32 mil almas celestes y blancas, que daban al evento un ambiente espectacular.

Y el momento llegó. La salida de los jugadores al campo de juego y el estadio explotando de algarabía dieron lugar a uno de los momentos más emocionantes de mi vida.

Tanto maltratamos a este hermoso país en el que vivimos, que escuchar las letras que lo representan se convirtió en una rutina repetida de estrofas memorizadas, que poco nos representan. Debo decir que escuchar el himno llegó a lo más profundo de mi corazón hasta el punto extremo en que la emoción me inundó con miles de sentimientos instantáneos. Me llevó a ese momento de mi niñez en el que, creía, me iba a llevar el mundo por delante; a ese tiempo en el que luchaba por defender cada injusticia; en el que respetaba a ultranza las normas y que creía que todo en este país era posible con solo quererlo de corazón y abocarse a ello.

La ilusión se apoderó de mí, tomándome completamente por sorpresa como si estuviera poseído por una extraña fuerza de esperanza. Sentí ánimo. Mi pecho se iba hinchando a medida que escuchaba semejante demostración de afecto y veía a esos grandotes derramar esas lágrimas que no podían producir otra cosa en mí más que necesidad de imitarlos. Ahí empecé a entender de qué se trata esta historia.

Imposible lograr tremenda manifestación si el corazón no estaba puesto ahí, entre esos brazos apretados, entre esas caras feroces y tiernas, entre esos gritos de locura y cordura a la vez. Imposible no sentirse orgulloso de ser argentino en ese momento, al menos, por unos instantes.

Entre lágrimas, sentimientos encontrados y desencontrados, pude tomar esta fotografía que creo, es fiel representación de mis palabras pues hasta los niños que acompañaban a los jugadores pudieron sentir en sus venas esa emoción impregnándose en sus rostros.

Si bien el partido fue una anécdota en cuanto al resultado, no dejó de llamarme la atención cómo se corría cada pelota, la garra que estos muchachos ponían en cada tacle y la extenuante entrega física y mental desde el minuto cero hasta pasados los 80.

Es cierto, del otro lado estaban los mejores. Pero aclaro que se trataba únicamente de los mejores en lo deportivo pues en lo que respecta al resto, no hay duda de quienes fueron los ganadores.

Todo lo vivido seguirá procesándose en mi mente y mi corazón por mucho tiempo más.

Porque no solo fue el partido, y los jugadores, y el himno. Fue la organización. Y fue la gente. Y fuimos todos.

No hubo ni un solo incidente. Ni un grito agresivo. Ni un acto de vandalismo. Cada vez que se pedía silencio al patear un penal, no volaba ni una mosca. Ni silbidos.

Y lo que más me llamó la atención. Más que todo. En el embotellamiento en la desconcentración, luego de estar más de 40 minutos en mi vehículo varado para subir a la autopista, no escuché ni un solo bocinazo. Ni uno solo.

Es imposible actuarlo. Ni aunque queramos podemos. No se trata de un deporte. No se trata de una sociedad. Todos podemos lograr esa Argentina que queremos, que emociona. Todos podemos transmitir ese sentimiento en el himno que nos toca trabajar cada día. O correr esa pelota dejando la sangre y que nos alimenta o derramar esa lágrima de esperanza en que si nos lo proponemos, PODEMOS.

Sos vos, soy yo. Somos todos.

Gracias Pumas por haberme hecho sentir nuevamente ORGULLO DE SER ARGENTINO.

 

01 de Octubre de 2016,  estadio Jose Amalfitani, Buenos Aires, Argentina.

Orgullo Puma
Por Ignacio Larre