Aprendí con los años que cada momento es único. Que una sonrisa es la mejor sorpresa, una caricia la mejor recompensa y un “te quiero” el mejor regalo.

Aprendí que si somos soñadores tendremos juventud eterna. Que si somos buenos seremos ricos en amigos y si somos honrados nos querrán por lo que somos y no por lo que parecemos.

Aprendí que nada vale una mentira y que siendo auténticos seremos genuinamente felices. Que la autoridad se gana y no se compra, que la experiencia se manifiesta en la piel con las arrugas y en el corazón con la paciencia, y que una lágrima es necesaria para borrar la tristeza y volver a empezar sin sobrecargas.

Aprendí que la mayor nobleza está en saber perdonar y que el más inteligente no es el que menos se equivoca sino el que más veces se levanta y nuevamente lo intenta.

Aprendí que la clave está en expresar lo que sentimos, pero sabiendo escuchar con humildad es como podremos decir las palabras correctas.

Aprendí el valor de cultivar la persona que somos pero sin olvidarnos nunca de mimar al niño que llevamos dentro. Que no es necesariamente más sana la razón que la locura. Que el arma más poderosa es la palabra y la perseverancia nuestra principal defensa.

Aprendí que sin respeto no vale la pena. Que el instante es hoy, que mañana es tarde y ayer ya pasó. Que lamentarse no soluciona nada. Que si se rompe es porque sirvió por un tiempo y tal vez ya era hora de un cambio.

Aprendí que el amor es una actitud, el fracaso una oportunidad y el éxito una consecuencia. Y que hasta de lo peor puede surgir algo inmensamente bueno.

Aprendí que se puede comprar un reloj pero no su tiempo. Que el mejor alimento es el que nutre al espíritu. Que las buenas obras se hacen generalmente en silencio y el verdadero descanso se logra con la conciencia limpia.

Aprendí que todo sacrificio es válido pero si resignamos la felicidad, nos quedaremos vacíos tarde o temprano. Que gritar no es siempre aturdir, que callar no es necesariamente claudicar, que retroceder no significa rendirse. Que no importa tanto buscar el “por qué” sino más bien el “para qué”.

Aprendí que necesitar de los demás no nos hace dependientes. Que servir no es humillarse. Que estar triste no es estar deprimido y que el único límite es el que nosotros nos auto imponemos.

Pero por sobre todas las cosas aprendí, que nos quedan tantos días por vivir como por aprender y que la sabiduría no es entonces una opción, sino más bien, nuestro más profundo e inevitable destino

Aprendí
Por Ignacio Larre